A partir de 1989, la realidad geopolítica tomó la forma de un mundo relativamente unipolar: Estados Unidos, respaldado por la Unión Europea, Japón y muchos otros países de diversa importancia. El modelo económico era el libre comercio. Y el modelo político era la democracia republicana, en el marco del respeto por los Derechos Humanos (DDHH). El mundo unipolar distaba mucho de ser ejemplar, en ocasiones fue infiel a sus valores, y tuvo detractores, que a veces cuestionaban lo bueno y no lo discutible. Por diversas razones aquel mundo comenzó a cambiar para peor. China dejó la doctrina de Deng Xiapoing (“crecer sin provocar”) y, a la par de su desaceleración económica, comenzó a fortalecer su perfil de potencia regional y mundial. Rusia, que cerca había estado de tener un acercamiento quizá definitivo con la Unión Europea durante la presidencia de Yeltsin, viró hacia un nacionalismo de derecha y agredió militarmente a sus vecinos Georgia y Ucrania, desconociendo tratados internacionales y soberanías estatales. Estados paria como Corea del Norte –un estado nuclear- e Irán –cerca de ser un estado nuclear- lograron hacer pie y se consolidaron. Algunos de esos países ahora trabajan coordinadamente, sumando en ciertos casos (Irán) al yihadismo como instrumento (no se debe confundir yihadismo con islamismo). La central atómica de Zaphoritia, en Ucrania, está en la línea de fuego, y podría provocar un accidente nuclear más grave aún que Chernobyl. Rusia amenaza con utilizar armas atómicas tácticas contra Ucrania, a la que no puede doblegar. China, que tanto había logrado sin disparar un solo tiro, realiza amenazantes ejercicios militares en las proximidades de Taiwan, e intimida a Japón y Filipinas. Israel –otro estado nuclear, aunque nunca oficializado- es agredido por el yihadismo de Hamas, que reaccionó contra la dinámica positiva en la que habían entrado sus vínculos con muchos países árabes sunnitas (primero Egipto, Jordania, Marruecos, últimamente Emiratos Árabes Unidos y hasta Arabia Saudita). En un mundo relativamente multipolar como éste, que ni siquiera logra ordenarse en forma binaria, cualquier chispa puede salirse de control y provocar una tragedia planetaria. También hay que decir que, en los países que sostienen un orden internacional basado en reglas, la democracia afronta desafíos inéditos. Las redes sociales, que tienen su costado maravilloso, funcionan también como una fábrica de fanáticos cuyas creencias son reforzadas por algoritmos. Líderes no excesivamente brillantes conviven con sujetos que constituyen anomalías para el estado de derecho y las reglas republicanas, que gobiernan o podrían gobernar países muy importantes, o de importancia decisiva. Ciudadanos genuinamente preocupados por los DDHH critican a los países que los respetan, y defienden –o silencian- dictaduras donde ellos serían reprimidos, encarcelados o eliminados. Frente a éste panorama, es bastante lógico que la preocupación por el combate y la adaptación al Cambio Climático, la pérdida de biodiversidad y la contaminación oceánica pierdan prioridad. Los cuestionamientos a la Agenda 2030 y a las iniciativas ESG (Environment, Safety and Governance) se multiplican, y es probable que estos avances entren en un eclipse quizá definitivo. Tal vez los historiadores del futuro digan que el período 1945-2019 fue una época de oro para la humanidad y que, al comienzo de la tercera década del siglo XXI, la humanidad ingresó en un período más oscuro, confuso y autodestructivo. Como dice el pensador Yuval Noah Harari nuestros problemas se deben a que los seres humanos somos brillantes y estúpidos a la vez. Si no fuéramos brillantes no habríamos desentrañado los misterios del átomo, del ADN y del Universo. Si no fuéramos estúpidos, colaboraríamos para proteger el ambiente, los DDHH y promover formas de gobierno menos bestiales (que fueron la excepción, y no la regla histórica).